dimecres, 27 de juliol del 2011

Guerra Santa, Yihad, Cruzada

En el contexto de la sociedad medieval, se va forjando en la cristiandad la noción de guerra santa, en un proceso milenario que tiene su culminación en el llamamiento realizado por el papa Urbano II en el año 1095 a los guerreros de Occidente, para que liberen en Jerusalén el Sepulcro de Cristo, y a las comunidades cristianas de Oriente sometidas a la ocupación musulmana. Para entender este proceso, hemos de remontarnos a los orígenes del cristianismo, que en su forma original, se opone totalmente a la violencia y a la guerra. Esta actitud de rechazo total de la violencia fue tanto más significativa por cuanto se enunció en un contexto particularmente difícil: numerosas revueltas armadas se produjeron tras la invasión de Palestina por los romanos, y el pueblo judío llevó a cabo diversas guerras de independencia, reprimidas con dureza, hasta su expulsión de Palestina y la destrucción de Jerusalén.



Este pacifismo original en el cristianismo, persistía todavía a principios del siglo IV, en que Constantino dio fin a las persecuciones y ejecuciones de cristianos por su condición de tales. Como consecuencia, al vivir en un Imperio Romano cada vez más favorable a su fe, los cristianos se sintieron obligados a servirlo y defenderlo, con lo que el uso de la violencia y de las armas, se iba a ver justificada en algunas ocasiones. Eran épocas de grandes peligros, representados por los pueblos bárbaros, que amenazaban la integridad del imperio romano. Se empezó a fraguar la idea de la “guerra justa”, que San Agustín definió con tres condicionantes:



1.       Sus fines deben ser puros y conformes a la justicia: impedir a un enemigo hacer daño, matar, saquear (por asimilación a una especie de legítima defensa), pero también restablecer un estado de justicia que haya sido quebrantado por el enemigo, recuperar tierras o bienes expoliados, impedir o castigar acciones malvadas.

2.      Debe hacerse con amor, sin sentimiento de odio, sin móviles de intereses personales, o sea, de venganza o gusto por el pillaje, por ejemplo.

3.      Debe ser pública y no privada, declarada por la autoridad legítima, en este caso el Estado romano, el emperador.



Sin embargo, la noción de “guerra justa”, no es para él, más que una concesión que se otorga al Estado por parte de Dios, porque actúa por el bien común. Solo el mandamiento directo de Dios la convertiría en una “guerra santa”, pero en la época de San Agustín ese mandamiento directo de Dios faltaba en la tierra, dado que era el tiempo de la Iglesia y el papa carecía de la autoridad suficiente para sacralizar la guerra. San Agustín propuso en sus escritos, que la sacralización de la guerra se haría mediante la ideología de protección de la Iglesia, en particular de los eclesiásticos. Isidoro de Sevilla lo diría un siglo más tarde: cuando la Iglesia está amenazada, y dado que los clérigos no pueden ni derramar sangre ni defenderse, la obra de los defensores reviste un aspecto moral y santo, pues son los laicos y su acción guerrera los que permiten a los sacerdotes ejercer su ministerio.



El llamamiento del papa Urbano II, se convirtió de manera muy clara en una guerra de conquista sacralizada, una guerra santa, destinada a colocar de nuevo los fieles bajo la ley de Cristo, y al primero de sus Santos Lugares bajo obediencia cristiana. Para ello utilizó en su llamamiento argumentos diversos, como el gran peligro en el que se encontraban los cristianos de Oriente, masacrados por los turcos, o el peligro que corrían los peregrinos que marchaban a Jerusalén. Enfatizó el objetivo de la misión, que no era otro que liberar Jerusalén y el Santo Sepulcro de la ocupación y asimiló la expedición militar a una peregrinación armada, por lo que a todo aquél que emprendiera el camino de Jerusalén para liberar la Iglesia de Dios, siempre que fuera  movido por piedad y no para ganar honra o dinero, dicho viaje le valdría para cualquier penitencia.



La guerra santa, y luego la cruzada adquirieron consistencia cuando los acontecimientos imprevisibles de la historia condujeron a una fusión, de lo político y de lo religioso. Se difundieron plenamente cuando el Papado alcanzó en Occidente una estructura monárquica y una autoridad que, con Gregorio VII, tendieron a asemejar la Iglesia a una teocracia. Esta fusión, en cambio, ya se dio en sus orígenes en la religión musulmana, basada en el comportamiento personal de Mahoma, que participó activamente en diversos combates, actitud que tiene para los creyentes un sentido ejemplar, o en el pueblo de Israel que toma posesión mediante las armas, de la tierra prometida a Abraham y sus descendientes, para fundar allí un Estado propiamente teocrático.



Otra diferencia capital fue que el yihad se orientó, casi desde su origen, hacia la conquista de territorios. La guerra santa, en su origen al menos, fue, en cambio, una guerra de reconquista, primero defensiva, después ofensiva. Por otra parte, fueron esos rasgos defensivos los que permitieron la aparición de los caracteres sacralizados de dichas operaciones de protección, que condujeron a la noción de guerra santa en Occidente.



Una tercera diferencia notable procede del papel desempeñado por los Santos Lugares. El yihad fue legitimado al principio por la necesidad de defender la muy joven comunidad amenazada en Medina y de recuperar los Santos lugares de la Meca. Pero esos objetivos se consiguieron muy pronto y el yihad no cesó por ello. Estos Santos Lugares no fueron amenazados jamás a diferencia de los Santos Lugares cristianos cuya defensa y  reconquista jugaron un papel importante en la formación de la idea de guerra santa en Occidente. El papel de Jerusalén, primero de los Santos Lugares del cristianismo, tierra de Cristo fundador, lugar de su tumba y de su “herencia”, propició la sacralización supereminente de la cruzada. De ello derivó que la primera cruzada alcanzó, para los cristianos de aquel tiempo, el grado de sacralidad que habría tenido para los musulmanes un  yihad predicado para expulsar a los infieles de La Meca, si dichos ”infieles” se hubieran apoderado de ella.



La cruzada fue así el resultado directo, lógico pero deplorable, de la formación y de la aceptación de la idea de guerra santa, el fruto venenoso de la mutación ideológica que, tras un milenio de historia y de conflictos, condujo a la Iglesia cristiana de la no-violencia a la guerra santa y a la cruzada, acercándose así, a través de muchos puntos, a la doctrina del yihad que durante tanto tiempo reprochó al Islam.



Para más información, os recomiendo el magnífico libro del historiador francés Jean Flori, editado por la Universidad de Granada.


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