Hasta el inicio de la sociedad feudal en los siglos IX y X, la concepción del tiempo fue la recogida en la obra De ciuitate Dei de Agustín de Hipona, que rechaza nociones como el Tiempo Primordial, el eterno retorno o el tiempo eterno. Para él, el tiempo ha nacido con la creación, y ésta es una realidad separada y diferente de Dios, como en todos los monoteísmos. El único ente no creado y fuera de la contingencia del tiempo es Dios. El tiempo tiene un inicio, un recorrido y un final: es lineal y limitado, a diferencia del Tiempo Primordial y del eterno retorno del discurso mítico, y se caracteriza por una sucesión de hechos únicos e irrepetibles. En este sentido, podríamos hablar de un tiempo histórico, pero concebido como una sucesión de hechos que responden a un designio divino, nada fortuitos, lo que lo distingue del tiempo histórico del discurso lógico.
Agustín elaboró la doctrina de la ciudad celeste, donde viven los que glorifican a Dios, y la ciudad terrenal, habitada por los que buscan la gloria de los hombres. La verdadera felicidad solo se halla en la ciudad celeste que recoge a los hombres que se rigen por los preceptos evangélicos y se consideran peregrinos en este mundo. Como explica Eliade, para ellos los acontecimientos terrenales están vacios de significado espiritual. Sin embargo, el hombre goza de libertad para actuar y hacer el bien o el mal, elemento que otorga historicidad y singularidad a los hechos mundanos. Como dice Le Goff, “en San Agustín, el tiempo de la historia (…) conservaba una ambivalencia en la cual, en el marco de la eternidad y subordinados a la acción de la Providencia, los hombres tenían ascendente sobre su propio destino y el de la humanidad”.
A medida que avanza la Alta Edad Media, esta concepción del tiempo va perdiendo su dimensión más factual, lineal e histórica, para volverse cada vez más sincrónica y arquetípica. Según Le Goff, “la sociedad feudal (…) paraliza la reflexión histórica y parece detener el tiempo de la historia o, en todo caso, asimilarla a la historia de la Iglesia”. Rousset añade, “este mismo sentimiento aparece en los orígenes de la Cruzada: los caballeros, suprimiendo el tiempo y el espacio, quieren ir a golpear a los verdugos de Cristo”. Es así como nos encontramos, en el corazón de la Edad Media, con una concepción del tiempo más próxima a la de los antiguos egipcios que a la de los monoteísmos, que también se observa en la épica, género emergente en este momento; la epopeya utiliza los elementos históricos para desposeerlos de cualquier historicidad, en el seno de un ideal arquetípico temporal.
En este contexto reaparece la trifuncionalidad indoeuropea, bajo la doctrina de los tres órdenes, ideal social de la cultura feudal. Entre 1024 y 1031 dos obispos del norte de Francia, Adalberón y Gerardo de Cambray, enuncian por primera vez de forma sistemática la ideología de los tres órdenes, en el marco de la decadencia de la monarquía por la progresiva instauración del régimen feudal. Tiene su discurso pues, un sentido conservador, de mantenimiento del orden monárquico. El rey es el garante del funcionamiento armónico y eficaz de los tres órdenes. Dos frases resumen el esquema trifuncional social de la época:
· En este mundo unos oran, otros combaten, otros además trabajan… (Adalberón)
· Desde sus orígenes, el género humano estaba dividido en tres, oradores, labradores y guerreros. (Gerardo de Cambray)
Adalberón nos habla del ordo, que en la tierra es único y pertenece a la Iglesia, gracias a los ritos de la consagración por los que participa del orden celestial, y responde a la ley divina. Por el contrario la ley humana, perteneciente a lo inestable, a lo corrompido, solo establece condiciones. Los obispos tienen la misión otorgada por Dios, de buscar donde se encuentra el bien y el mal, de armonizar los castigos y las recompensas. Por tanto, el rey debe deliberar con ellos antes de pronunciar una sentencia. La ley divina no separa aquello que divide: los sacerdotes, ungidos por los obispos, son gobernados por ella, a pesar de sus diferencias de naturaleza o de rango social, pues están unidos por la condición de la pureza que les obliga a respetar las prohibiciones sexuales y alimenticias, así como a no mancharse con el trabajo manual, lo que les hace seres semicelestiales y los hace superiores al resto del género humano. Para estos existe la ley humana, que no une sino separa, y diferencia dos nuevas condiciones: los nobles y los esclavos. Los nobles, en función de su belleza, su ímpetu y su valor militar, están en condiciones de defender a las iglesias y al “vulgo”, dada su condición de guerreros, mientras que los esclavos en su condición de siervos, deben producir y preparar el alimento de los otros.
Con el paso de los años, esta trifuncionalidad de marcado carácter religioso, se transforma y se traduce en el seno de la sociedad feudal, para justificar una nueva moral civil, en la que siguen existiendo los tres órdenes pero completamente sacralizados. A finales del siglo XII ya no es el obispo el que describe la ordenación ideal de la sociedad terrestre, sino el príncipe, y ésta ya no refleja la organización de la ciudad celeste, siendo el propio príncipe el encargado del mantenimiento y conservación del equilibrio gracias a su inmenso poder. Es el nacimiento de la política y muestra como el poder de un jefe distribuye las funciones, que son consideradas como los soportes del Estado. Además el príncipe está por encima de las tres funciones, no integrado en ellas como antaño, y vela para que se respeten las reglas, se cumplan los deberes y se atribuyan con justicia las recompensas. Los tres órdenes quedan definidos por la caballería, de la cual el príncipe se siente solidario, los clérigos y el pueblo trabajador. Sus funciones son similares a las descritas por Adalberón y reflejan la sociedad que vive alrededor de palacio, considerada como ejemplo para el resto de la sociedad feudal, donde los señores ejercen su poder sobre los campesinos.
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