Agosto del 77 (Ibdes)
Como cada año llegado el mes de agosto, la familia se prepara para el éxodo por carretera (como siempre en uno de los múltiples Renault compañeros de viaje, no recuerdo si en ésta ocasión fue en un 12, un 5 o un Megane) en dirección a Ibdes, localidad zaragozana de la que es oriundo nuestro padre y en la que nos reunimos un año sí y otro también, primos, tíos y abuelos, llegando a colapsar la casa de la calle Rincón, en ocasiones con más de quince personas distribuidas en camas y colchones por las dos plantas y el granero. Visto desde la distancia se hace difícil de imaginar cómo podíamos convivir en unas condiciones precarias que incluían la no existencia de agua corriente (teníamos un depósito de 200 litros en el granero que llenábamos con agua de la fuente, o sea que el deporte nacional era cargar un carro con garrafas y hacer el camino del agua varias veces al día para mantenerlo repleto) o la débil iluminación que cada dos por tres nos dejaba a oscuras buena parte del día o de la noche. Pero en aquella época no pensábamos en estas cosas, al contrario, carecían de la más mínima importancia y ocupábamos el tiempo que nos quedaba tras los viajes a por agua en juegos de cartas en la calle, excursiones al río o carreras hasta el cerro de San Lorenzo, donde había (y hay) una cruz, nunca he sabido en honor de que o de quien, que marcaba la línea de meta.
Pero este año, fue distinto a los anteriores. Al acercarse las fiestas de San Roque se organizó entre los mozos del barrio una peña que competiría con la ya más tradicional de los Mateos. A día de hoy cada año se montan decenas de peñas bien organizadas que se agrupan mayoritariamente en el Verdinal, pero entonces éramos pocos y hacíamos lo que podíamos. El caso es que fui invitado a participar de la peña y con toda la ilusión del mundo me uní a ella. Hay que decir que con casi 16 años, yo era el benjamín del grupo, y mis padres no tenían claro si era conveniente que me juntara con gente cuatro o cinco años mayores que yo, con todo lo que eso representaba. Pero me salí con la mía…
La primera reunión fue para encontrar un nombre para la peña. La decisión fue rápida. Se propuso el nombre de Arriero (yo no sabía ni lo que significaba esa palabra) y convinimos en que nuestro uniforme serían camisetas blancas en las que pintaríamos el nombre de la peña con lo que tuviéramos a nuestro alcance (pintura, rotuladores…). Así lo hicimos y nos encaminamos hacia el primer encuentro en nuestra sede social, un pajar propiedad de uno de los peñistas. Nombraré unos cuantos de los componentes, casi todos gente del pueblo y algún forastero: Allí estaban Paco, Agustín, Jesús, Toñín, Begoña, David, Isabel, Montse, Aurora, Manolita y más cuyo nombre no me viene a la memoria. La blancura de las camisetas no duró más de media hora, pues conforme íbamos entrando en la peña éramos recibidos con un baño de vino mezclado con frutas y no sé cuántos licores más que habían preparado los más avezados en el tema y que llenaba una tinaja que a mí en esos momentos me pareció inmensa, pero que se demostró que tenía fin y más rápido de lo que cabía pensar. Tras el bautizo exterior vino el interior y la constatación de que ese año las fiestas iban a ser diferentes.
Las actividades principales de la peña consistían en asistir en grupo a todos los actos festivos de la localidad, que incluían los bailes nocturnos o los concursos de todo tipo, con mención especial al concurso de disfraces en el que participamos con gran éxito (representamos un entierro y ganamos el primer premio), para finalizar con el típico recorrido por los dos bares del pueblo, la Lola y el Morón. Y en ausencia de actos públicos ocupábamos el tiempo en festivales privados en nuestro local, donde mozos y mozas hacíamos o intentábamos lo que podíamos con mayor o menor éxito. Eso sí, las puertas de la peña siempre estuvieron abiertas a la visita de cualquier habitante del pueblo que eran recibidos e invitados amablemente a lo que cociera en ese momento, habitualmente en estrecha relación con el dios Baco. Impresionante fue la sardinada que organizamos el día de la fiesta de disfraces, que provocó que la gente asistente a la plaza nos fuera abriendo paso con celeridad, quizá por la combinación olfativa de vino y sardinas que llevábamos impregnada. También a destacar la romería a la ermita de San Daniel, cuyo trayecto recorrimos en tractor después de una larga noche sin dormir y en las condiciones que os podéis imaginar.
Así pasamos los cinco días de fiestas, durmiendo unas pocas horas desde el amanecer hasta el mediodía (cuando era posible, en función de las actividades) y “fiesteando” el resto del día. Las fiestas del pueblo a partir de ese año fueron otras para mí, en comparación a lo que había vivido en años anteriores.
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