A principios del siglo XVII, se extendió
la idea de la necesidad de una unidad religiosa firme para el mantenimiento de
la cohesión política y social, apoyada por la depresión económica y las
guerras, que hacían necesaria una mayor concentración de poder. Según Olivares,
la diversidad institucional y legal de los reinos de la monarquía, representaba
un obstáculo para el aumento de recursos, y era imprescindible una cooperación
militar entre esos reinos para la supervivencia. Emprendió Olivares una tarea
de construcción de un cuerpo administrativo que sirviera de lazo de unión entre
la monarquía y todas las naciones que la integraban. Pero este intento de
construcción, se consolidó únicamente en Castilla, provocando un cada vez mayor
centralismo desafiante, que fue la causa de la aparición de revueltas, tanto en
Catalunya, como en Portugal o, en el caso de Inglaterra, en Escocia, ante las
que las monarquías se encontraron ante la disyuntiva de la retirada, o de la
imposición integracionista por la fuerza de las armas. En el caso de Escocia,
triunfó el sentido separatista de la identidad escocesa, obligando al rey a una
retirada humillante. En la Península Ibérica, también triunfó el sentido
colectivo de identidad propia, y Portugal consiguió la independencia definitiva
de Castilla. Catalunya, tras doce años de independencia, retomó la unión
manteniendo los mismos derechos constitucionales anteriores a la rebelión, pero
con una identidad propia reforzada por la experiencia de la opresión
castellana. La desastrosa experiencia de la unión forzada, llevó a los nuevos
dirigentes españoles a la aceptación de la diversidad como condición necesaria
para el buen gobierno. El caso de Francia, el estado más poderoso y también el
más unido de Europa, fue distinto: la monarquía adoptó una táctica de
afrancesamiento político, administrativo y cultural con sus nuevas provincias
adquiridas, con suerte desigual.
Ligado a los grandes cambios religiosos,
empezó a extenderse una reflexión sobre el poder de carácter más laico,
acompañada de la negación de una naturaleza diferente de la suprema autoridad
del monarca respecto a la de los magistrados inferiores, ya que este, al igual
que los magistrados, debía prestar juramento a la razón de Estado, creando así
las bases del constitucionalismo.
Ya en la segunda mitad del siglo XVII,
volvió a imponerse en España e Inglaterra la idea de la integración en
detrimento de la aeque principaliter,
pero ni los gobiernos de Carlos II de España ni el de Carlos II de Inglaterra,
estaban en disposición de intentar la unión de sus reinos. En ambos casos,
fueron los trastornos derivados de la sucesión dinástica los catalizadores de
los nuevos intentos integradores, destacando la solución adoptada por Madrid,
que en virtud de los decretos de Nueva Planta, abolió definitivamente los
distintos regímenes de las provincias de la Corona de Aragón.
A partir de este momento, surgió en
Europa una tendencia cada vez mayor a la creación de estados - nación
unitarios, en comparación mucho más fuertes y solemnes que las monarquías
compuestas, a pesar de que éstas habían mostrado durante dos siglos un alto
grado de cohesión con mayores o menores problemas. El repentino surgimiento del
nacionalismo a finales del siglo XVIII y principios del XIX proporcionaría un
gran impulso a la creación del estado nación unitario, todo y que los inicios
del movimiento romántico dotaron al hecho de la diversidad de una nueva aura de
legitimidad, reforzándola con unos cimientos literarios, lingüísticos e históricos
más firmes. En definitiva, si observamos el carácter general de la Europa
actual, la unión de provincias del tipo aeque
principaliter, parece encajar bien con las necesidades de los tiempos
modernos.
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