La historia de Europa nace como un sueño
de unidad basado en el dominio de un imperio o una iglesia universal, pero
pronto este sueño se truncó por la feroz competencia entre estados soberanos y
territoriales, que lograron establecer una autoridad centralizada sobre las
poblaciones que dominaban. De ésta manera, la Europa que en 1500 contaba con
unas quinientas unidades políticas independientes, se transformó en 1900, en la
Europa de los veinticinco. Pero en nuestros días, el desarrollo de
organizaciones políticas y económicas multinacionales, y el renacimiento de
nacionalidades y de identidades locales reprimidas, constituyen dos procesos
que obligan a un replanteamiento de la historia europea y su pretendido avance
hacia un sistema de estados nación soberanos.
En el siglo XVI se vivió una eclosión del
pensamiento político, que incorporó conceptos como la razón de Estado, o la doctrina
de la Soberanía de Bodino. Tras el concepto de razón de Estado, que aparece
por primera vez con Maquiavelo, se halla el convencimiento de la negatividad de
la naturaleza humana, y su incapacidad para realizar buenas acciones si no es
empujado por la necesidad. Las teorías de Bodino, acomodan este concepto a sus
planteamientos políticos absolutistas, frente a la concepción de Shaftesbury
que afirma que la honestidad es la mejor política. Bajo la influencia de Kant y
Hegel, la razón de Estado se convierte en “una línea ideal del obrar”, en la
que el político debe descubrir los intereses objetivos del estado y entregarse
a la pura racionalidad con el objetivo último del bien del Estado. El autor
español Diego Pérez de Mesa, en su obra Política
o Razón de Estado, reflexiona sobre el fin último de la razón de Estado,
que para él es la conservación y progreso de la sociedad mediante la
realización del bien común, del control del poder político y del encauzamiento
de la libertad de cada miembro de la comunidad. Años más tarde, Quevedo
consideraba que la razón de Estado nada tenía que ver con la política, porque
suponía el ejercicio del poder contra toda moral cristiana y legitimaba al
gobernante para actuar con una total autonomía, lo que le llevaba a confundir
la utilidad pública con la privada. Pero esta idea aristotélica de la política
perdió fuerza ante el empuje del pragmatismo y el constructivismo político, que se manifestaba en una política de
resultados, sin importar los métodos. Todas estas diferencias de opinión sobre
la cuestión de la razón de Estado, provocaron un gran debate, que enfrentó dos
conceptos como la política, que se ocupaba de los problemas teóricos generales,
y la razón de Estado, que enseña al gobernante como afrontar un problema
concreto, llegando a justificar acciones como los golpes de Estado.
Los orígenes del Estado Moderno, cabe buscarlos en las instituciones políticas
imperantes en gran parte del territorio europeo entre los siglos XV al XVIII. Tras
la Segunda Guerra Mundial, Fernand Braudel, argumentó que la recuperación
económica de los siglos XV y XVI sentó las bases del desarrollo de los grandes
estados, que según él, vuelven en la actualidad a ser considerados como modelos
de futuro. Sin embargo, la realidad es que en los últimos años, el concepto que
ha suscitado un mayor interés entre los historiadores del pensamiento político,
es el de “estado compuesto”. En
efecto, la Europa del siglo XVI, era una Europa de estados compuestos, que
coexistían con una infinidad de unidades territoriales independientes, que
evolucionó hasta convertirse en una sociedad de estados-nación unitarios. El
afán expansionista de los principales monarcas europeos propició la creación de
estos estados compuestos, con nuevas adquisiciones territoriales que eran más
preciadas si venían avaladas por la ventaja adicional de la contigüidad y del
concepto de conformidad. La unión de
los territorios recién adquiridos podía realizarse, según Juan de Solórzano,
jurista español del siglo XVII, de dos formas: la unión accesoria, por la que
pasaban a ser considerados jurídicamente como parte integral del estado, y la
unión denominada aeque principaliter, bajo
la cual los diversos reinos constituyentes del estado compuesto siguen siendo
tratados como entidades distintas. Maravall denomina a éstos sistemas
políticos, super-Estados (a pesar de que el concepto de Estado sigue siendo
precario, pues falta incorporar a su maquinaria el Derecho como complejo
institucional e ideológico operativo), y a los miembros que lo componen, los
engloba dentro de un “estado federativo”. Según escribe Solórzano, “estos
reinos se han de regir y gobernar como si el rey que los tiene juntos lo fuera
solamente de cada uno de ellos”.
Este segundo método de unión poseía
ciertas ventajas, pues facilitaba la aceptación del dominio por parte de un
nuevo mandatario “extranjero” y favorecía la reconciliación entre las élites de
las diferentes realidades sociales. En general, casi todos los mandatarios
optaron por ésta segunda vía al anexionarse un nuevo reino o provincia, y para
mantener un grado mínimo de integración, crearon toda una serie de órganos
institucionales nuevos al más alto nivel de gobierno, que estaban por encima de
las instituciones locales, y que representaban a éstas ante la monarquía
estatal. Sin embargo, en los niveles inferiores de la administración, el
sistema patrimonial de acceso a cargos vigente en la mayoría de Europa y la
existencia de férreas leyes que reglamentaban los nombramientos, entorpeció la
deseada sustitución del funcionariado existente en los nuevos territorios
adquiridos, por otros de mayor lealtad al nuevo régimen. Este hecho, unido al
absentismo del rey en todos los territorios que conformaban el nuevo estado,
provocaba una cierta fragilidad en las monarquías compuestas, que obligaban a
cuestionar su viabilidad a largo plazo. Sin embargo, y en base al acuerdo entre
la corona y las clases gobernantes de las diferentes provincias, se creó un
sentimiento de lealtad personal hacia la dinastía que trascendía los límites
provinciales, apoyado por la adopción de un nombre para la comunidad aceptado
por las diferentes partes, la colaboración más estrecha en campos que
reportaban importantes beneficios económicos o la enorme atracción que sentía
la nobleza local hacia la cultura y lengua de la corte dominante. Este
sentimiento de lealtad hacia una comunidad más amplia que la de origen, no
estaba reñido con la lealtad hacia ésta, llamada patria en el siglo XVI, todo y
que una serie de acontecimientos acaecidos a lo largo del siglo, pusieron en
peligro la estabilidad de las monarquías compuestas, el más importante de
ellos, la división religiosa europea. En efecto, las diversas corrientes de la reforma protestante rechazaron aceptar
el conformismo religioso exigido por los gobiernos. Sostenían que la práctica
de una determinada creencia constituía un derecho superior a aquel de cualquier
gobernante meramente terrenal. La represión del derecho a un culto determinado,
se basaba en el concepto de intolerancia.
La consecuencia de estos cambios
religiosos fue añadir un nuevo elemento al surgimiento de un sentido colectivo
de identidad provincial en relación con el territorio dominante en que se
encontraban, e imposibilitó la realización de presiones para afianzar la
conformidad religiosa en los mismos por parte de los gobernantes, ante el temor
de estallidos de violencia. Sin embargo, determinadas posiciones dentro de las
monarquías compuestas, contribuyeron al nacimiento de violentos nacionalismos
religiosos, avivados en el caso español por sentimientos nostálgicos de la añorada
Hispania Romana, que se incrementaron con la conquista de territorios en
ultramar, provocando desigualdades entre los componentes de esas monarquías
compuestas, con el predominio de Castilla a partir del siglo XVI. Ya un siglo
antes, con el matrimonio de Fernando de Aragón con Isabel de Castilla, el reino
castellano se había atribuido la misión de concluir la tarea restauradora de la
unificación política y religiosa española. Pero, esa diferencia de trato entre
los diversos reinos o provincias de la monarquía española, provocó revueltas
como la de Aragón de 1591, y otras como veremos más adelante. A partir de éste
momento, se buscó por todos los medios afianzar la uniformidad entre los reinos
en unión, tanto a nivel de jurisprudencia, como de gobierno y religión, así
como a intentar suprimir la hostilidad mutua que generaban los trámites de
unión entre estados independientes. Para ello, se trazaron estrategias como
alianzas matrimoniales entre las distintas noblezas, o la distribución
equitativa de cargos, con el objetivo de conseguir lo que vino a llamarse unión de corazones. Pero el objetivo
último de estas estrategias, no era otro que la integración de todas las
provincias en un Estado absoluto, que nunca hubiera llegado a constituirse sin
la presencia de un cuerpo de funcionarios leales al rey, que fortaleciera su
presencia y su poder en zonas anteriormente exentas de su jurisdicción.
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